Tumba de Larra en Madrid |
Bajo los seudónimos, entre otros, de "El duende", de "Andrés Niporesas" o de "Fígaro", el más famoso de todos ellos, se escondía la personalidad literaria del romántico MARIANO JOSÉ DE LARRA, nuestro "primer periodista moderno" y todavía hoy, a más de dos siglos de su nacimiento, uno de nuestros ensayistas de cabecera.
En sus más de doscientos artículos -costumbristas, políticos o de crítica literaria- LARRA no deja títere con cabeza y nos presenta un país hundido en la autocomplacencia más ridícula o en el pesimismo más irracional. En palabras de Leopoldo Alas, "Clarín": Romántico puro, idealista de sangre, si vale hablar así, y aunque en la prensa procuraba ser llano, natural y corriente, su humorismo y su pesimismo era de índole genuinamente románticos. Fue en España el mejor escritor de su tiempo."
Pocos artículos de LARRA resultan más desoladores que el titulado "DÍA DE DIFUNTOS DE 1836", del que aquí presentamos unos fragmentos. A un año apenas de su dramático suicidio, LARRA nos confiesa que su corazón es también un cementerio, al igual que Madrid y España entera.
En sus más de doscientos artículos -costumbristas, políticos o de crítica literaria- LARRA no deja títere con cabeza y nos presenta un país hundido en la autocomplacencia más ridícula o en el pesimismo más irracional. En palabras de Leopoldo Alas, "Clarín": Romántico puro, idealista de sangre, si vale hablar así, y aunque en la prensa procuraba ser llano, natural y corriente, su humorismo y su pesimismo era de índole genuinamente románticos. Fue en España el mejor escritor de su tiempo."
Pocos artículos de LARRA resultan más desoladores que el titulado "DÍA DE DIFUNTOS DE 1836", del que aquí presentamos unos fragmentos. A un año apenas de su dramático suicidio, LARRA nos confiesa que su corazón es también un cementerio, al igual que Madrid y España entera.
[…] Dirigíanse las
gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en
otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio!
¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo
para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se
apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid.
Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de
una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna
cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces, y en tanto que
los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo
comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las
calles del grande osario.
–¡Necios! –decía a los
transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha
acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros
mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a
vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos
viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre
la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen;
ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados;
ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son
los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo.
Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a
condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la
Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen.
–¿Qué monumento es éste?
-exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es él mismo un
esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? […]
Más allá: ¡Santo Dios!,
«Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez». Con
todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían
puesto, o no se debía de poner nunca.
Alguno de los que se
entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con
yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de
borrarse: «Gobernación». ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las
paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La
cárcel! «Aquí reposa la libertad del pensamiento.» ¡Dios mío, en España, en el
país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre
epitafio y añadí involuntariamente:
Aquí el pensamiento
reposa,
en su vida hizo otra cosa. […]
en su vida hizo otra cosa. […]
¡Mis carnes se
estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros. «Aquí
reposan los ingenios españoles.» Ni una flor, ni un recuerdo, ni una
inscripción.
«El Salón de Cortes».
Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en
lenguas de fuego.
Aquí yace el
Estatuto,
vivió y murió en un minuto.
vivió y murió en un minuto.
Sea por muchos años,
añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.
«El Estamento de
Próceres.» Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija
las cosas del mundo, no hay una inteligencia previsora, inexplicable! Los
próceres y su sepulcro en el Retiro.
El sabio en su retiro y
villano en su rincón.
Pero ya anochecía, y
también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto
cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido
prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa
capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no
vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una
ancha tumba.
No había «aquí yace»
todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a
la vista ya distintamente delineados.
«¡Fuera –exclamé– la
horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión
nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras parecían
repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del
día de Difuntos de 1836.
Una nube sombría lo
envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir
violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón,
lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También
otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos.
¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la esperanza!»
¡Silencio, silencio!
El Español, n.º
368, 2 de noviembre de 1836
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Jorge Vilches traza UN RETRATO INTERESANTE DE LARRA AQUÍ. Para conocer EL MADRID DE LARRA, pinchad AQUÍ.
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